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lunes, 19 de septiembre de 2022

VIAJE A LA MEMORIA

Nata se miró en el espejo; no estaba mal su pelo color caoba. El tinte duraría quince días, luego volverían las canas. Tenía la maleta preparada y no se había olvidado de su crema facial de día con filtro solar, leche corporal, pinza de las cejas... También tenía preparado un pequeño botiquín, «porque nunca se sabe». Se vistió con un pantalón de licra negro, zapatillas deportivas y un conjunto de jersey y chaqueta de color rojo; le gustaba mucho el rojo para viajar, espantaba las envidias y atraía a las personas nobles: eran palabras de su madre, parecía que la estaba oyendo. Vivía en una casa demasiado grande para ella sola, pero era su casa, la de toda la vida. Cuando la mandó construir su marido, él no sospechaba que la iba a disfrutar tan poco, que su trabajo le obligaría a abandonarla cada seis meses, y que volvería para siempre poco antes de jubilarse. Natalia tenía demasiados recuerdos; las paredes estaban llenas de fotos de barcos, de sus hijos, la boda de su hija Cristina con Javier, la boda de su hija Cristina, tres años más tarde, con Toni; el día que le dieron el premio de dibujo a su hijo Dani, la boda de su hija Paula con Hunter, que no sabía pronunciar su nombre y era más negro que un tizón. Fotos de sus nietas, desde bebés hasta sus veinte años. Cogió una foto de las cinco nietas, y mirándola recordó a Susana, la mayor. Cuando tenía dos años, se estaba comiendo el azúcar a puñados y Natalia le quitó el azucarero de las manos; la niña la miró sorprendida y le dijo con cara de enfado «Yaya, eres muy mala». Dejó la foto de sus nietas en el mueble del salón, no le dio el beso como solía hacer, porque hubiera dejado los restos de carmín. Les había dicho a todos sus hijos que no iba a estar en una semana, que se iba de viaje con sus amigas y que no la llamaran porque iba a desconectar el móvil. Nata estrujaba el visado en la mano, buscaba el bolso para guardarlo..., y sonó el teléfono del salón. —Diga —contestó con voz temblorosa pensando que alguna mala noticia le iba a estropear el viaje. —Soy yo, Pili. —¡Ah Pili, qué susto me has dado! No te habrá pasado nada, ¿verdad? —No, mujer... que si vas tú a llevar el secador del pelo, que no lo echo yo, que ya llevo mucho peso en el bolso. —Pero Pili, secador ya habrá en el hotel. —No me fío Nata, si tú no lo echas... —Ya lo llevo yo, que el mío es más pequeño. —¿Y la cámara de fotos? —Claro, siempre la llevo. —Vale pues así yo me despreocupo, que luego nos la roban o la perdemos. —Pili, eres un poco gafe... pero si ahora con los móviles nadie lleva cámaras. Bueno, déjame ya, que llegaremos tarde al autobús y se irá sin nosotras. —Sin ti no sé, pero sin mí no se irá, recuerda que soy la tesorera y llevo yo toda la pasta del viaje. —Sí Pili, sí, que bien te elegimos de tesorera, hija, la mejor del mundo. Nata siguió vistiéndose delante del espejo, recordó a su madre. Antes de morir le dijo un día «¿Crees que tú llegarás a estar así de vieja y fea como estoy yo?». «Qué tontería, madre, estaré como tenga que estar y eso será porque aún estaré viva». Fue a la cocina y guardó en una bolsa de plástico unas rosquilletas, chocolate, frutos secos, gominolas y una botella de agua, lo mismo que solía llevar en otros viajes y que sus amigas, como niñas pequeñas que van al colegio, se las quitaban de las manos. Le encantaba viajar en autobús; de pequeña era en lo que más viajaba. Iba todos los años a ver a su abuela a El Ballestero, un pueblo manchego que en esos tiempos ni figuraba en los mapas. Hacía muchos años que no viajaba al pueblo; puede que algún día volviera. Recuerda que los días se le hacían interminables en el colegio y en casa esperando las vacaciones; cuando se acostaba no podía dormir, pensaba en su abuela y la recordaba con su moño plateado, su vestido marrón y su pañuelo negro en la cabeza, su cara siempre sonriente. Se imaginaba la llegada al pueblo: el autobús entraba en la plaza, frenaba en seco, daba una vuelta en redondo para colocarse de nuevo con el morro hacia la carretera, y por fin abría las puertas, bajaba y se abrazaba a su abuela; recuerda que con ella se sentía segura. En esa época la abuela debía de tener su edad, sesenta y tres. Antonio, su marido, era cinco años mayor que ella y hacía dos que había muerto. Pero ella «debía olvidarlo, debía salir de casa, ir de viaje, al teatro, al cine, incluso echarse un novio», le habían dicho sus hijas. «Viajar y olvidar», era lo que más le repetían. A Natalia no le apetecía nada ir a este viaje ni acudir a la asociación de amas de casa ni ir a ningún acto social. Ella hubiese preferido quedarse en casa, con todas las ventanas y puertas cerradas, al contrario de lo que le aconsejaban; quería recordar. El día que le diagnosticaron a su marido un cáncer de pulmón, ella no se derrumbó. Creía que las pruebas estarían mal, que había un error en los resultados, que sería curable; se dejó engañar por algunos que le aseguraban que una operación le salvaría la vida; él se dejaba llevar, se creía todo lo que le iban contando. Nata le acompañó en un sinfín de ingresos y reingresos en el hospital y vio cómo su marido perdía peso, después el poco pelo que le quedaba, luego ya no se podía levantar de la cama, no podía comer, no podía hablar; recordó cómo tuvo que pagarle al médico para que le inyectara morfina. Antonio se ponía morado, se ahogaba, con la expresión de la muerte y el terror en sus ojos le decía: «No me abandones, no me dejes; ayúdame». Podía haberle abandonado algunos años antes, pero no lo hizo. Se aseguró de que estaban cerradas las llaves de paso del gas y agua, bajó las persianas, no del todo, tiró de la puerta, cerró los dos cerrojos, llamó al ascensor y subió junto con su equipaje. Salió del ascensor, miró el buzón, tenía publicidad y algo más, un sobre blanco y alargado, parecía una carta; sacó las llaves de su bolso de mano y vació el buzón. La carta iba a nombre de su marido, el remite era de Australia. No se paró a mirar qué más llevaba en la mano, lo guardó todo dentro del bolso. En el viaje tendría tiempo y se entretendría en abrir el correo. Apenas llegó a la parada del autobús, Pili la abordó con innumerables quehaceres, dónde hacer la primera parada, cuánto tiempo debían tardar en ella, que no se demoraran con compras, que ya lo harían en su destino... Repartió hojas con ubicación del hotel y mapas, con señales de los monumentos y lugares emblemáticos que había que visitar... Pili era la menor de todo el grupo, eso la hacía la más despierta, y la responsable de que todo saliera bien; lo que tenía de pesada lo tenía de eficaz. Las demás amigas ya estaban sentadas, Carmen con Julia, que eran primas y siempre querían sentarse juntas, Tere con Emi, Sofía con Mª Luz y, por supuesto, Nata con Pili. Al subir al vehículo, Natalia hizo un gesto con la mano para saludar y las amigas corearon los buenos días recordando a Fofito. Todas las primaveras hacían algún viaje. Ya habían ido a París, Italia y ahora iban a Rumanía y los Balcanes; se había descartado Irlanda y Holanda, pero no era imposible que alguna vez fueran. Cuando arrancó el autobús eran las seis de la mañana. Apenas empezaba a hacerse de día, las calles estaban mojadas de fino rocío y algunos bares estaban abriendo sus puertas. Las panaderías olían a pan recién hecho y se veían algunos madrugadores saliendo con el pan humeante, unos para llevarse el bocadillo al instituto y las otras para el almuerzo del marido o de los hijos. «Hay cosas que nunca cambian», pensó Natalia. Siempre que hacía un viaje tenía la sensación de que no volvería; no pensaba en accidentes ni en la muerte; pensaba en que necesitaba un cambio, ¿pero qué? Por la noche, cuando no podía conciliar el sueño, sentía miedo, tenía miedo del día siguiente, de tener que estar viva un día más. ¿Acaso no deseaba vivir? La vida siempre era un misterio, nunca sabías qué te iba a deparar el nuevo día. Ella concebía la muerte como el descanso merecido tras un duro trabajo, no la temía, la creía necesaria. Este pensamiento se lo contó un día a su amiga Pili. —Insisto, Natalia. Tienes depresión, deberías ir al médico. ¿No ves que tienes ideas suicidas? La médica de cabecera le dio una dieta de 1.200 calorías, debía bajar peso, y la mandó al psiquiatra. El psiquiatra le recetó pastillas: rojas para dormir, blancas para la ansiedad, verdes para darle ánimos... y la remitió a la psicóloga. La psicóloga le recomendó libros de autoayuda. —Los tengo todos en casa —dijo Nata—. Me los recomendó cuando falleció mi marido hace dos años, ¿no lo recuerda? Mi marido murió, tenía cáncer. ¿No lo recuerda? —Lo siento Natalia, acabo de llegar soy nueva. Soy Elena, a usted la atendió Silvia, la anterior psicóloga. La joven se levantó de la silla, Natalia se había levantado también. Elena rodeó a la paciente con un brazo por los hombros y la empujó suavemente hacia la puerta. Antes de salir cogió de una estantería unos cuantos folletos. Mire estos folletos, hay actividades que puede hacer, la distraerán y le ayudarán a olvidar. Natalia aún llevaba los folletos dentro del bolso de mano. Cuando cogieron carretera y sus amigas pasaron de los gritos y la euforia del viaje a los susurros, los sacó del bolso y los miró: había uno de clases de zumba, otro de Yoga, otro de escritura creativa, otro para cantar en un coro, otro de teatro para mayores..., «le ayudarán a olvidar», le había dicho la joven psicóloga. ¡Qué manía con olvidar! Ella quería recordar, pensar, imaginar, soñar... Sacó el sobre blanco alargado con muchos sellos de correos, figuraba el nombre y los apellidos de su marido. «¿Cuándo dejarán de enviarle cartas? Será de alguna naviera, o banco». Con desgana volvió a guardar todos los papeles y el sobre sin abrir, su amiga Pili estaba dando nuevas instrucciones. Pili había organizado el viaje, irían desde Valencia a Madrid, allí cogerían el avión a Estambul. Habían descartado salir desde Barcelona, por las manifestaciones y porque algunos vuelos estaban cancelados. Cogerían una línea diaria, era más barato que alquilar un autobús, la única pega es que hacía paradas en muchas pueblos. Ellas habían ocupado los asientos delanteros; los viajeros que subían a lo largo del itinerario se iban quedando traspuestos con el traqueteo y la musiquilla de violines que sonaba del hilo musical. Natalia se relajó también, intentando dormir; entró en un estado de duermevela, ese en el que no sabes si sueñas o recuerdas. Era verano, una tarde paseaba con sus amigas por el espigón del puerto cerca de la escuela naval, allí se podía ver guapos muchachos estudiantes de la marina mercante, futuros capitanes de barco con un seguro porvenir. Había un hombre, era alto, atlético, de espaldas anchas, mentón prominente, ojos verdes y brillantes, tenía el pelo negro ensortijado. Recordó que cuando se hicieron novios fueron a ver a su abuela. Salieron juntos, cogidos de la mano por su pequeño pueblo; todo el mundo se asomaba a las puertas de sus casas a verlos pasar, y comentar «menuda suerte ha tenido Natalia, con el novio tan guapo que ha pescado». Hacía algunos años que cuando volvía de sus largas travesías ni la besaba, apenas le hablaba; el sexo no les atraía, parecían unos estudiantes compartiendo piso seis meses al año. A la vuelta de uno de sus viajes, como tantas otras veces, la invitó a dar un paseo en barca, y ella cedió porque sospechaba que algo importante le iba a contar. —Me jubilo y he decidido vivir en Augusta, allí tengo otra familia —le dijo a bocajarro y sin tomar aire. Ella tuvo el impulso de gritarle, decirle que recapacitara, que ella lo quería, que en qué se habían equivocado, que no abandonara a su verdadera familia. Pero le dijo: —No te preocupes, te entiendo, supongo que aquella es tan familia como esta. Natalia sabía que él tenía otra mujer, lo sabía desde hacía tiempo, le habían contado que ese era uno de los muchos peligros de casarse con un marino; en cierto modo, lo prefería, era mejor compañía otra mujer que lo cuidara y lo quisiera que muchas amigas de un rato, así que cuando le contó sus planes de jubilarse y marchar a Australia, ella le dejó vía libre, y le ayudó a preparar el traslado. La noche antes del viaje Antonio tuvo pesadillas: «un tronco enorme entre dos rocas tapaba el pasadizo del desfiladero, dos chicas y un chico pasaban por ese camino y el tronco, que se movía a gran velocidad, se les echaba encima; paisajes lunares y rocosos sin vida los rodeaban, las chicas se peleaban, no querían ir juntas, decían que solo una podía ir con él, la otra debía volverse sola. Comenzaron a batirse con espadas de samuráis, pero no pisaban el suelo; daban grandes saltos y volaban, mientras el tronco seguía viniendo a gran velocidad», y se despertó. No habría tenido importancia la pesadilla, a veces las tenía, de no haber sido por la fiebre; la temperatura le había subido a más de cuarenta grados. Natalia está sentada en su asiento con un libro entre las manos de Petros Márkaris Muerte en Estambul. No se le ha olvidado la carta, la lleva en el bolso, junto con todos los folletos que piensa tirar en cuanto baje a tierra; la había colocado entre las páginas del libro, y con las prisas del viaje no ha tenido tiempo, o ganas, de abrirla, este es un buen momento. Va dirigida a Antonio, lleva muy claro su nombre y dirección; el remite es de Johana, Australia. Lo primero que saca del sobre es una foto: un chico y una chica de unos veinte años, con caras felices. Ella lleva una melena larga y rubia, los ojos verdes, igual que los de Antonio, sonríen. «Queridísimo, Antonio (…)», es una carta de dos hojas en la que una esposa y dos hijos le dicen cuánto lo quieren y lo echan de menos; le cuentan que su hijo Richard ha salido marino como él, que su hija Yudit es la que más lo echa de menos, ha terminado Medicina y está haciendo la residencia; ella Johana, la esposa, le cuenta que está a punto de jubilarse del instituto; le dicen que respetan su silencio pero que si no es un inconveniente muy grande les gustaría verlo, que también invitan a su familia de España, que ya es hora de que se conozcan, el motivo es importante: nuestra hija Yudit se casa y le gustaría que tú fueses el padrino. «Te queremos mucho. Tuya Johana». Natalia levanta la cabeza de la carta; desde la ventanilla del autobús ve que acaban de entrar en Requena. Se oye la música del chófer y voces de niños y jóvenes, se asoma al pasillo, sus compañeras de viaje están adormiladas. Desde la ventanilla observa la ciudad; las personas se mueven como marionetas en un mundo feliz. Los coches se paran en el semáforo del cruce de la avenida, y toda la vida se detiene por unos instantes, ella también se ha parado. Vuelve a zumbar el sonido de los coches cortando el aire y se sitúa: está en una ciudad llena de ruido y prisas, donde el tiempo lo marca todo, donde los relojes son ley, como en todas partes. Recuerda a su marido y se apiada de él, lo ve como un peregrino que se hizo a la mar con el sol como única guía y se encontró con su destino, otra familia. Ahora con la carta entre las manos se pregunta lo que nunca se atrevió a preguntarle. «¿Siguió manteniéndoles?, ¿les escribía?, ¿cuando estaba allí era un buen padre?, ¿se olvidaba de nosotros?». En la carta que acaba de leer ha visto alegría, no están tristes, no saben que Antonio ya no está. Natalia vuelve a pensar en aquella mujer, se ha quedado viuda y no lo sabe. Con esta carta se siente consolada. Saca los folletos y los rompe. El viaje siguió, las amigas se fueron despertando, charlando y haciendo chistes de todo, las arrugas, el pelo despeinado, el rímel corrido... Se abalanzaron sobre la intendencia del bolso de Natalia como aves de rapiña. —La próxima parada será en Albacete —anunció Pili—, allí paramos un buen rato, podemos almorzar y estirar las piernas. Buscaron una buena mesa, se sentaron las ocho amigas, pidieron bocadillos de tortilla y de calamares, la cerveza fresca, y el buen humor de todas se extendió rápidamente por la mesa y por el local. —Bajad la voz escandalosas —dijo Natalia de buen humor—. Chicas, me quedo en Albacete, no voy a seguir el viaje. A continuación se hizo el silencio, pidiendo una explicación todas, volvió el jaleo. Me ha entrado nostalgia al llegar aquí, he recordado a mi abuela, mi infancia, he decidido pasar por el pueblo y visitar las tumbas de mis antepasados; necesito hacer esta parada, es una necesidad, no es un capricho, espero que me comprendáis. —Ya es mayorcita, compañeras —dijo Julia—. Ella sabe lo que se hace. —Pero el billete de avión, tendrías que cancelarlo —dijo Mª Luz. —Dame el billete, Pili. Iré ahora mismo a la agencia y lo solucionaré todo, no os preocupéis. Cuando Natalia despidió a sus a migas y vio el autobús coger carrera, se vio liberada. En la agencia de viajes le informaron de que perdería el importe del billete, ¡qué importaba el dinero! Tenía una semana por delante, tiempo de sobra para poner orden en su vida. La visita al pueblo era lo primero que haría, alquilaría un coche, era más práctico y podría moverse con mayor libertad. El trayecto apenas ha cambiado, primero una recta interminable. A los lados de la carretera todo es llano y verde; Natalia recuerda este paisaje en verano como un mar ondeante y amarillo. Al acabar la recta aparecen las curvas empinadas, ahora el paisaje es un oasis: chopos, pinos, robles, encinas y sabinas crecen a orillas de los riachuelos. En el campo se mezclan los colores: verde, rojo, blanco, amarillo, azul... como un gran tapiz inabarcable. Natalia abre la ventanilla del coche, el aire fresco rebosa de aromas: romero, tomillo, manzanilla, espliego... esas fragancias tan conocidas son un bálsamo para la memoria. La carretera vecinal tampoco ha cambiado, es otra recta con muchos cambios de rasante, a tramos ves la torre del campanario o dejabas de verla. Ya más cerca por fin se vislumbra el pueblo; casitas blancas agrupadas sobre una línea horizontal amarilla, el sol poniente no deja ver más allá. Llega a la plaza, a la misma hora que el autobús de línea. Unas pocas personas esperan a los viajeros; a Natalia no la espera nadie. El sol se está poniendo tras las montañas de color violeta, es el mismo sol, el único que la conoce. Coge su bolso y la maleta y se dirige al hotel que antaño fue la posada del pueblo. Todas las calles y muchas casas están rehabilitadas, el hotel también, la fachada de piedra, las tejas morunas y las grandes portadas tachonadas de clavos, los balcones de madera y las rejas negras; por dentro todo es nuevo y moderno. «Hay Wifi en todo el hotel», reza un cartel sobre el mostrador de recepción. Le han dado una habitación en el último piso; desde la ventana puede ver el campanario de la iglesia. La habitación da a un callejón; mejor, así será más silenciosa. Necesita silencio para recordar, ese es el plan. Deshace sus maletas, cuelga la ropa en el armario y se da una rápida ducha antes de bajar a cenar. Cuando era pequeña, y después de todo el día retozando por esas calles de dios, su abuela le subía una palangana con agua caliente y le decía: «Anda, hermosa, lávate un poco antes de acostarte, no te metas en la cama con los pies llenos de tierra que las sábanas están limpias». Estaban limpias y olían a espliego, recuerda Natalia. La habitación tiene el techo abuhardillado, las vigas de madera están lustrosas, las paredes rugosas y encaladas de un blanco azulado, seguramente le siguen poniendo azulete a la pintura, se parece mucho a la habitación en la que dormía y soñaba cuando era pequeña. Está sentada delante de una pequeña mesa, saca la carta del bolso, la vuelve a leer, coge un bolígrafo y papel que hay en un cajón de la mesita y escribe: «Querida, Johana:…».

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