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lunes, 26 de diciembre de 2022

 RECUERDOS DE INFANCIA


EL TRANVÍA AMARILLO

Al llegar a la esquina de la calle Sagunto con la carretera de Barcelona se encontraba la parada de los tranvías: El nº 6 iba hasta el final del barrio de Ruzafa, y el 16 hasta el mercado de abastos. Cuando yo era pequeña me encantaba ir en tranvía. Mi tío Julio era uno de los conductores. A veces me llevaba con él en su cabina que no tenía asiento, se conducía todo el trayecto de pie. 

Mi tío me daba los tacos o matrices de los billetes cuando ya se habían terminado. Para mí era un regalo de incalculable valor, los usaba: como dinero, para hacer pequeños dibujos, para escribir con letra diminuta, o para cambiarlos por cromos..., el tranvía, en fin, era nuestro modo de viajar desde los barrios periféricos, al centro de la ciudad.

Cuando me hice mayor solía ir a cobrar el sueldo de mi padre, que era viajante, los sábados por la mañana. La fábrica de lámparas y objetos de bronce estaba en la calle Jesús y allí se llegaba en el tranvía número 16. La secretaria de la fábrica me entregaba un sobre blanco y rugoso con las quinientas pesetas de la semana y yo volvía a mi casa en el mismo tranvía.

En invierno me guardaba el dinero en el bolsillo interior de mi abrigo de lana, pero en verano lo solía llevar en la mano, siempre pendiente del sobre, mi madre al salir de casa me decía: «¡Que no se te pierda, es el sustento de toda la familia!».

 Era sábado y hacía calor. Volvía de cobrar el sueldo de la semana. Bajé del vehículo, hice el recorrido hasta mi casa, comencé a subir la escalera de un quinto piso sin ascensor, y en el segundo rellano me di cuenta de que no llevaba el sobre; pensé en mi madre y en su advertencia. Y mi corazón empezó a latir con fuerza.

Volví sobre mis pasos haciendo el recorrido a la inversa: mirando y buscando por el suelo un sobre blanco. Me hice amiga de todas las hormigas, escarabajos y excrementos de caballos, perros, gatos, ratas..., hasta que llegué a la parada del 16 otra vez. El tranvía ya no estaba; tardaría una hora en volver.

Me quedé allí esperando en la acera, sin una sombra que me cobijara. En ese tiempo repasé mentalmente una y otra vez cómo estaban hechos los asientos: Eran listones de madera pegados unos a otros, dejando una ranura lo suficiente ancha para que se hubiera caído el sobre por ella:

 «¿Podría ser que estuviera debajo del asiento y nadie lo hubiera visto?, ¿lo habría puesto yo misma pegado a la ventanilla, y se había volado por ella? ». Y también pensaba: Si hubiera ido en ese tranvía mi tío Julio, me lo habría guardado. Pero él se había jubilado, y yo me había hecho mayor.

¡Por fin llegó! Dejé que bajara todo el mundo, subí, y busqué donde había estado sentada. Miré con disimulo debajo del asiento, y sí, en el suelo, que también era de listones de madera, dentro de una ranura, allí estaba el sobre blanco e inmaculado. Respiré hondo y mi corazón desbocado se tranquilizó.  

Cuando bajé del tranvía, me volví y de repente lo vi con otros ojos: Era un trasto amarillo oxidado y chirriante. Parecía una avispa a punto de clavarme su aguijón. Y en pocos meses lo cambiaron por un autobús.

 

martes, 20 de diciembre de 2022

¿QUÉ ES LA MEMORIA?


Recordar es un pasatiempo que empieza a ser una droga a partir de cierta edad...

Esa edad en la que los bancos ya no te dan créditos, los jóvenes piensan que chocheas y tus hijos ya no te necesitan como antes; esa edad en la que algunos piensan que tus recuerdos son las batallitas propias de la edad senil, incluso que te las inventas.

Puedes acordarte de tantas cosas... y siempre, invariablemente, te acuerdas de lo mismo: de una persona, de unas palabras, de un atuendo o de una casa.

La casa de tu abuela en el pueblo, tu primera casa propia, tu primer amor, tu amiga de la infancia, el conjunto de ropa que llevaste en tu primera entrevista de trabajo...

Los sentidos son guías infalibles que nos evocan ciertos sabores, ciertos olores... Como aquél petricor que quedaba en el aire tras la lluvia, mezclado con el olor del ganado y la leña quemada en el hogar. Ese recuerdo entrañable de la infancia en casa de la abuela o del abuelo, es común entre los viajeros de la memoria.

Hay recuerdos comunes y otros propios, indelebles, como el siguiente: «Salí de casa de madrugada con mi hijo de dos años ardiendo de fiebre, fuimos en taxi hasta el centro de salud: (por suerte era solo una otitis). A la salida del ambulatorio amanecía; paré otro taxi, al tomar asiento miré mis pies. Noté el calor en mi cara al ver en el pie derecho una zapatilla roja y en el izquierdo una azul». ¿Recuerdo el incidente por el bochorno que sentí al darme cuenta de mi despiste? ¿Ocurrió así realmente?

No solamente recuerdo el hecho, también puedo ver la manta de cuadritos azules y rosas que envolvía a mí bebé, vuelvo a sentir la humedad del amanecer en mi piel, y percibo de nuevo el aire viciado y el olor a sudor del interior del taxi...

A veces pienso que la memoria no existe; que los recuerdos no son otra cosa que registros de nuestros sentidos adornados de fantasía. Pero, qué sería de la vida sin memoria.


Y concluyo: aún engañosa, la memoria nos ayuda a entender la vida; y en la vejez a distraernos de ella.