Aquél día de la matanza del cerdo el pobre animal chillaba tan fuerte que yo no lo podía soportar y me tapé los oídos. Luego vi caer la sangre en el lebrillo y pensé en lo buenas que estaban las morcillas que hacía mi abuela y en los jamones que colgarían durante más de un año de las vigas del techo y mis hermanos y yo nos comeríamos en las meriendas del verano entre pan recién hecho.
En la matanza los hombres hacían la parte fea y dura: colgar, degollar, chamuscar; al pobre animal y las mujeres pelaban cebollas, picaban carne y preparaban la fritada de la cabeza del cerdo para agasajar a los participantes. Entre todos los adultos brillaban los niños y niñas juguetones y entonces lo vi, nos cruzamos las miradas, nos sonrojamos y nos enamoramos y se me olvidó el chillido del cerdo.